miércoles, 14 de octubre de 2015

El corazón de una diosa

     Recuerdo aquellas tardes bajo la fresca sombra del viejo cerezo que se alzaba imponente a las afueras de la ciudad en la colina desde la cuál se veía toda la urbe desde las alturas. Se decía que aquel árbol había sobrevivido a largas batallas. Y era cierto, el cerezo se había nutrido del líquido escarlata de la vida derramado por los humanos que dejaron este mundo durante aquella época. Fue una cruenta guerra en la que se perdieron demasiadas vidas. Cuando tú, de niño, mientras caminábamos sin rumbo por las vastas llanuras y los espesos bosques en busca de ruinas olvidadas, me preguntabas cómo podía saber yo esas cosas, me limitaba a sonreírte y a decir que había estudiado los misterios de vuestro mundo.

      Realmente te tomé cariño en aquella época, no en vano, fuiste el primer humano que me vio en mi forma real en casi un milenio. Aquel día quedo grabado en mi memoria para siempre. Yo estaba inclinada sobre un precioso lago, los rayos del sol se reflejaban en su superficie causando bonitos efectos de luces. Llené mis manos del líquido cristalino, pues incluso los de nuestra especie tenemos necesidades básicas. Visto en retrospectiva, supongo que fue un descuido por mí parte. Quizás debería haber vuelto a adoptar una forma humana, quizás debería haber observado el terreno antes de bajar la guardia. Pero, si lo hubiera hecho, te hubiera visto al instante y jamás nos hubiéramos conocido. Es curioso como un pequeño error me llevo mayor a mi mejor acierto.

    Recuerdo todo de ese día, mis níveas manos haciendo una cuenca para retener toda el agua posible, y, cuando yo bajaba la cabeza para beber, tú me tocaste. Cómo un rayo que me atravesara de parte a parte, el suave roce entre tu cálida piel y mis plumas me aterró en sobremanera. Mis alas, plegadas hasta ese momento a mi espalda, se abrieron bruscamente mientras me volvía. Debía resultar una visión sobrecogedora para ti, realmente, por eso la uso, para infundir el temor en los corazones. Mi túnica blanca y corta, del mismo tono del de mis alas, extendidas en toda su envergadura, haciéndome ver como una enviada celestial. Mi cara, contraída en una mueca de furia, se tornó enseguida en una expresión de sorpresa absoluta mientras mis pies descalzos tocaban el suelo al descender los centímetros que me había elevado.

    Allí estabas tú, temblando de pies a cabeza como un gazapo. No debías tener más de ocho años de edad. Tu pelo rubio, casi tanto como un hebras de algodón, caía como sobre tus ojos azules del color de las nubes que adoro atravesar en mis vuelos. Caíste de rodillas y unas pequeñas lágrimas comenzaron a rodar por tus mejillas. Mi corazón se estremeció, siempre he sentido debilidad por los niños. La inocencia inmaculada de vuestra mirada me conquista. Cerré un poco la mano derecha e hice ademán de inclinarme sobre él. Entonces preguntaste si era una diosa que iba a castigarle. Durante un momento, me quedé parada en el sitio, helada. Actué por impulso, me puse de rodillas frente a ti y te abrace, te envolví con mi alas por vez primera y no te solté hasta que dejaste de sollozar.

      Te uniste a mi vida por simple insistencia. Me comenzaste a seguir cuando me aleje del lago, te repetí una y mil veces que me dejaras en paz, tú solo respondiste que estabas solo. Ahora que lo pienso, jamás tuve curiosidad por tu familia, asumí que eras huérfano. Yo no te pregunte por tu origen, tu nunca lo hiciste por el mío. Al caer la noche, junto con las temperaturas, y unos jirones de niebla que se arremolinaban en mis piernas. Hacía horas que había adoptado una forma humana, por si me encontraba a alguien. Te sentía agazapado detrás de los arboles mientras las sombras se alargaban. Cuando la luna estaba en lo alto, y al oír el primer aullido lobuno, cruzaste la distancia que nos separaba y te agarraste a mí, tiritando. Verte así despertó mi piedad, utilice algo de mi poder para hacerte entrar en calor. Continuamos andando hasta que comenzaste a bostezar, paramos en un claro, iluminado levemente la luna. Tras unos minutos tumbado comenzaste a temblar, de miedo o de frío, la verdad es que no importaba. Me levante y cambie a mi forma divina, me tumbe de nuevo envolviéndote con mi alas. Era gracioso como el día anterior ni siquiera me dejaba ver por los humanos, mucho menos dejarles tocar mis alas y ahora acogía a uno de ellos entre mi suave y confortable plumaje. A pesar de que las alas son la parte más sensible de mi cuerpo, tu peso no me alteraba en absoluto. Apenas un minuto después, tu respiración se relajo y caíste en un sueño profundo. Recuerdo sonreír antes de seguirte. Fue la primera de tantas noches que pasamos juntos.

    Ahí comenzó nuestro viaje, y digo nuestro porque en ese momento dejó de ser MI viaje. Me preguntó si todavía lo recuerdas, yo lo hago. Cada segundo de mí vida que he compartido contigo está en mi corazón. Durante nuestra travesía, atravesamos frondosas selvas, escalamos altas cumbres coronadas por reluciente nieve y espesas nieblas producto de la altura, vastas llanuras de color pajizo, ardientes y secos desiertos que por la noche se transformaban en fríos eriales, incluso llegamos a cruzar lagos de lapislázuli. Exploramos inmensas ruinas que solo se conocen por leyendas olvidadas. Lo único que no logro determinar fue cuando te hiciste imprescindible en mi vida.

    Por tu culpa aprendí a relacionarme con humanos. Volví a llevar vuestra incómoda ropa para no destacar entre las multitudes. No desconfiaban de lo que parecía una joven mujer con un niño pequeño. Entonces, una mañana otoñal llegamos a una gran ciudad. Era bastante típica, un gran castillo en el centro y una muralla rodeando las cientos de pequeñas casitas de alrededor. Jamás me hubiese imaginado que se iba a convertir en nuestro hogar. Tras un pequeño altercado que no mencionare pues me resulta terriblemente vergonzoso, entre al servicio del monarca y nos establecimos allí. No me puedo quejar, nos trataron bien.

    El tiempo pasó y te vi crecer ante mis ojos. Primero te convertiste en un esbelto joven y luego en un apuesto hombre. A pesar de que nuestro deberes aumentaban, siempre seguimos acudiendo a aquel cerezo. Fue bajo su rosada copa, esa tarde de primavera en la que estabas eufórico por tu ascenso cuando me dí cuenta de que te amaba. Una leve brisa sacudió tu cabello cuando tus ojos se clavaron en los míos. Enmudeciste de inmediato, justo cuando algo se despertaba dentro de mí. Un sentimiento como no había sentido antes, ni siquiera con Colm el hombre que me encontró, caída del cielo en medio de un cráter de plantas chamuscadas, y me bautizo con un nombre humano, Riida, pues el mío propio era difícil de pronunciar para vosotros. Hasta ese día había pensado que lo que sentí por el era amor. Hasta ese día.

    Desde ese momento en que nuestras miradas se cruzaron, mi corazón se dividió. Por una parte quería estar a tú lado, amarte durante toda la eternidad. Por otro, tenía miedo de no ser correspondida, de asustarte. También me desgarraba la carga de mi inmortalidad, mi miedo más atroz era verte envejecer y debilitarte mientras yo conservaba mi juventud y fuerza.

     Un día te cité en nuestro sauce. No podía continuar viviendo de esa manera. Recitaba las palabras en mi mente como si de un conjuro se tratase mientras te esperaba. Jamás en mi larga vida estuve tan nerviosa como cuando te vi subir la colina. Te miré por unos instantes antes de cerrar los ojos y comenzar a hablar. Un ruido sordo me hizo detenerme y abrirlos de nuevo. Te desmayaste, sobre la colina. Te sujeté la cabeza, te ardía la frente.

    El mundo se derrumbó ante mí cuando, más tarde, me revelaron que estabas enfermo. No te auguraban más de un mes. El sanador me dijo que ya lo sabías. Pase la noche a tu lado, sosteniendo tu mano cada vez más fría. Me imagine como sería mi vida si te perdía y entonces tomé una decisión. Con lágrimas en los ojos, te confesé mis sentimientos, adopté mi forma divina, acaricie tu cara y te besé en la frente. Por último, deposité una pluma sobre tu pecho. "Te amo" dije antes de desplegar mis alas y emprender el vuelo.
 
    Finalmente, llego al presente. He decidido volver al lago donde nos conocimos. Bajo la luz de la luna, parecida un ópalo de plata luminiscente. Las estrellas relucen como miles de luciérnagas volando sobre la cúpula celeste. Me siento abrazando mis rodillas y las miro, necesito consejo. En las ruinas que visitamos, se leía en los miles de jeroglíficos y grabados, que si posees el corazón de una estrella obtienes la inmortalidad... al igual que el de una diosa.

    Y aquí estoy, sosteniendo una fría daga argéntea. No me importa perder la vida si con ello logro salvarte. He dejado una carta en tu mesa, para que alguien se ocupe de mí... regalo. Me tiemblan las manos mientras apoyo la punta sobre mi pecho. Es una lástima, había tantas cosas que quería compartir contigo... Tomó aire y cierro los ojos, preparada para clavar mi arma con fuerza.

     Un escalofrío recorre mi cuerpo y abro los ojos. Una mano me está tocando mis alas. Furiosa, me vuelvo, es posible que no vuelva a encontrar la resolución necesaria. Pero ahí estás, de pie justo enfrente de mí. Sano y salvo. Nuestras miradas se cruzan mientras desciendo, con el tiempo me has superado en altura. Sonrío, incrédula mientras te acarició la cara y pregunto: "¿Cómo es posible?" Tú simplemente sonríes y me besas dulcemente en los labios. "Me he curado. Es un milagro. Desperté cuando apenas te fuiste y leí tu carta. Enseguida salí en tu búsqueda." Susurras. Yo solo puedo balbucear: "Pero solo el corazón de una dio..." Y entonces lo comprendo, sonrío y te beso. Tú ya posees el corazón de una diosa. Mí corazón siempre fue tuyo.

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